Andrés Barba: "El odio también es dialéctica"
En medio de una guerra inesperada que sin duda ha cambiado al mundo que atravesó antes una pandemia, nos topamos de nuevo con "República luminosa", el formidable libro que escribió el auto español y por el que recibió en noviembre de 2017 el prestigioso premio Herralde de Novela. Queremos recomendarte este libro y acompañar una entrevista que le hicimos para ahondar más en ese proceso de escritura y su obra artística.
Todo, luz. Primero, abrir el libro y leer: “Soy dos cosas que no pueden ser ridículas: un salvaje y un niño”.

Lo cerrás de nuevo, te quedás un buen rato procesando ese primer cimbronazo de emoción; como en blanco y para adentro, pensando en infancias, en salvajadas, en ridiculeces que puedan reunir ambas condiciones; en situaciones que sin ser ridículas te lo parecen. Ese primer instante de encuentro con la obra de Andrés Barba, es luz plena.
Y sigue. Volvés a la portada: “República luminosa”. Patinás un poco más leve sobre la frase, que es de Paul Gauguin. La repasás con tus pensamientos nuevos en fresco y reinterpretando.
Seguís para sumergirte en un universo de trópico donde los niños poco a poco van apareciendo, como los monitos entre las ramas del Palo Rosa, con el mismo desenfado y naturalidad. Pero son oscuros, imprevisibles, te inquietan, te intrigan, te prometen que en la próxima página sucederá algo más perturbador que en la anterior.
Así, la lectura se vuelve un faro con el que andar entre esos claroscuros húmedos y pregnantes que no te soltarán hasta la última página.
El narrador que cuenta la historia de aquellas 32 criaturas aparecidas de la nada en un pueblito del trópico, lo hace con tal fuerza de “verdad” en su crónica (un flashback de 20 años) que buscás la constatación en cada detalle. Rumores, pruebas, dichos tensan esta trama en la que la infancia se te antoja, ya adulto, de una opacidad sintética.
Cerrás el libro. Fin. La conmoción te toma cuerpo y pensamiento. A fin de cuentas: ¿qué fuimos en la niñez? Una de las muchas preguntas que te atenazan, luego del impacto perceptivo posterior a la lectura.
Luego de la experiencia, la charla
Cómo no entender las razones que explican por qué Andrés Barba, este joven escritor madrileño, se ha convertido en uno de los autores más brillantes de la literatura de su país. Cómo no considerar justicia que “República luminosa” ganase el premio Herralde de Novela 2017. Un gran reflector para esparcir en nuestro continente esa luz que él gestó desde el otro lado del Atlántico, y que es más inquietante que diáfana.
Desde allá responde un hatito de preguntas que se quedan cortas ante la batería de interrogantes metafísicos con que juega a convidarnos en su literatura. De nuevo, luz. Ahora cálida para volver proximidad los 10.532 kilómetros que separan a Mendoza de Madrid.
– En una entrevista contaste que el germen de “República luminosa” surgió del impacto que te causó ver el documental “Los niños de la estación Leningradsky”, ¿qué fue lo que te movilizó de esa experiencia y se plasma en tu novela?
– Sí, sin duda está en el origen, es un documental sobre una comunidad infantil que se produjo a principios de los ‘90 en el metro de San Petersburgo. Una comunidad de pequeños niños callejeros como hay en cientos de lugares del mundo. Me interesó mucho la aproximación del documentalista: en vez de acercarse a ellos como si se tratara de una comunidad de delicuentes infantiles lo hizo con una humanidad y un interés fascinado. No era un adulto que trataba de criminalizar a unos niños, sino un adulto fascinado con un tipo de violencia y de comunidad que no había visto jamás.
Esa sensación perturbadora y oscura que impregna al lector de “República luminosa” bien podría recordar a algunos apuntes del cine de muy distintas extracciones. Bien puede ser la índole ominosa que late en todo el metraje de la extraordinaria “La cinta blanca”, del alemán Michael Haneke; o el caldo de violencia oscura en que se cuece “El señor de las moscas”, del estadounidense Harry Hook. Pero claro, lo que un lector interrelaciona no responde estrictamente a lo que el escritor construye.

– En el momento en que ibas gestando ese clima de tu novela, ¿hubo inspiraciones de esa naturaleza?
– “El Señor de las moscas” es una novela de Golding muy conocida, a la que no tengo mucho aprecio a pesar de que es cierto que se parece en algunas cuestiones a esta “República luminosa”. Creo que lo que me desagrada de Golding es el puritanismo moralista que trasuda todo el libro y que está en la mayoría del cine y la literatura norteamericana que consumimos hoy en día. Golding tiene una formulita moralista envuelta en un lazo rosa y uno sabe que el autor se la va a hacer tragar al final del libro, dice así: “cuidado, chicos, la civilización es lo más preciado que tenemos, no nos dejemos llevar”. Pero ese discurso es muy peligroso, es como el discurso de la legalidad tras el que se esconde la derecha en mi país. “Oiga, esto es legal” dicen, como si eso lo resolviera todo. Pero ¿es moral? ¿es legítimo? Porque esa es la verdadera cuestión. Sólo se demuestra si la civilización es verdaderamente civilizada en las circunstancias extremas.
– En otra entrevista, al hablar de este libro, hacés referencia al interés por Maeterlinck y de lo que allí surge como novela política. ¿Cuáles son los rasgos de esa obra que de algún modo llegaron a la tuya?
– Materlink estudió a las abejas, las hormigas y las termes dando por descontado la inteligencia de su estructura social. Piensa el mundo de los insectos desde el tamaño de un insecto, no desde el de un biólogo que abre en dos un hormiguero con un palo y dice: “vaya, qué interesante es todo esto”, sino desde la hormiga que entra en el hormiguero y recorre los inmensos túneles que lo componen. Me fascinó la forma en la que el autor decide aproximarse a lo que estudia, y también su interés por los insectos, con los que yo siempre he tenido una relación complicada.
Muchas cosas pueden decirse, y los críticos las han expresado, sobre “República luminosa”. Y una de ellas, la más contundente e interesante es que es una novela política. Basta con tener en cuenta esta afirmación de Andrés sobre Maeterlinck, el documental que lo movilizó a pensar la obra o el sacudón reflexivo que nos impone respecto a la infancia, la violencia y la adultez. No obstante, le preguntamos:
-¿Por qué hacer en este tiempo una novela que tiene tan fuerte ligazón con la política?
– Porque no hay forma de eludir la política, todo lo que tocamos, respiramos, comemos, es política, y porque vivimos unos tiempos convulsos en los que esa disensión se está manifestando casi en todo momento de una manera violenta. Es muy significativo, por ejemplo, el odio visceral de ciertas mujeres a la causa feminista (más allá de que sean o no cuestionables todas las formas que adoptan las reivindicaciones del movimiento, esa es otra cuestión). Cuando uno reacciona con un odio extremo a un discurso se pone de manifiesto que en nuestro interior existe también un miedo profundo. En España, por ejemplo, más allá de que uno pueda estar o no de acuerdo con la política de Podemos, es interesante el odio que despierta. Cómo reaccionan algunas personas, la dimensión del odio. El odio también es dialéctica. Cuando alguien responde a una idea con un insulto solo puede significar una cosa: que ha tocado un lugar sensible, delicado y sin resolver.
Su respuesta nos mueve a pensar en Michel Foucault. “La historia de la sexualidad”, “La historia de la locura”, “Vigilar y castigar”, “Las palabras y las cosas”. No son solo títulos de sus libros sino significantes que violentan a las sociedades. Esa necesidad civilizadora, vista desde la perspectiva de los mecanismos del control social, es también un posible ingreso a “República luminosa”. Al menos así lo creemos, Pero aquí está el autor para respondernos.
-¿Cuál es tu mirada sobre el poder y qué relación tiene con la libertad en el contexto de este libro?
– El ejercicio máximo del poder sobre los hombres se manifiesta en la Historia y en ese concepto tan lábil de la “verdad histórica”. No hay forma más elocuente de demostrar la fuerza que la de decidir que fue una cosa y no otra lo que de verdad sucedió. Todavía hoy muchos políticos juegan a ese viejo juego del hombre machista al que su mujer pilla con otra en la cama y le dice: “lo que estás viendo no es verdad”. En situaciones de discriminación uno muy bien puede llegar a dudar de lo que ven sus propios ojos. El problema es que en buena medida la civilización también se ha construido de ese modo: unos pocos han decidido sobre unos muchos (y a veces en contra del sentido común más elemental) qué es civilizado y qué no.
-¿Hay en tu novela un cuestionamiento político sobre el lenguaje, en relación a esta idea del control y la civilización?, lo pregunto porque estos niños de “República…” hablan en un idioma incomprensible y en presente…
– El lenguaje es un eje de coordenadas sin el cual nuestro pensamiento sobre el mundo no puede darse. Lo interesante es preguntarse hasta qué punto el lenguaje que empleamos nos capacita para entender mejor ciertos aspectos que otros de la realidad. Al parecer el emperador Carlos V dijo que utilizaba el español para hablar con Dios, el italiano para hablar con las mujeres, el francés para hablar con los hombres y el alemán para hablar con su caballo. Fuera del chiste de la ocurrencia (que tengo mis dudas de que sea cierta) hay algo de verdad en esa afirmación. Los esquimales tienen más de 40 términos para la palabra nieve, nosotros tenemos uno. Para un esquimal no es lo mismo que la nieve sea blanda o dura, tenga cristales o se haya cuajado a la mañana o a la noche básicamente porque le va la vida en ello. A nosotros nos importa un bledo si la nieve es de la nevera o del Everest porque la usamos para enfriar el whisky.
-¿Por qué elegiste esa cita de Gauguin para darnos la bienvenida a la historia?
– No sé, de pronto me pareció tan poderosa… “Soy dos cosas que no pueden ser ridículas: un salvaje y un niño”. Siento que Gauguin tocó en ese pensamiento una realidad que podía estar en el centro de la experiencia de este libro. Para mí las citas iniciales de los libros son como esas claves de Sol o de Do que se ponían al principio de las partituras, tienen que darnos el tono en el que es conveniente leer el libro.
– También contás que tuviste cuidado de que tu novela no resbalara hacia un lugar mágico porque la querías realista. ¿Cómo fue ese proceso para lograrlo?
– Me parecía esencial mantener en todo momento la convicción no sólo de que fuera algo que pudo haber pasado, sino de que era algo que tal vez podía estar transcurriendo en este mismísimo instante en algún lugar del mundo. Lo más importante para lograr un efecto realista en un texto es incluir elementos que sean aparentemente contradictorios entre sí pero que de algún modo convivan de una manera verosímil en el texto. Así es nuestra percepción del mundo: muchas veces algo es verdad, pero también lo es su contrario. Cuando en un texto se consigue manifestar de manera convincente esa sensación, adquiere un realismo extremo.
– En esa “nostalgia de lo colectivo” que ves en tu sociedad, ¿cómo se construye y en qué se evidencia la verdad social que es en lo que indaga tu novela?
– Creo que en términos generales deseamos creer en que hay proyectos comunes realizables. En la novela es evidente que la sociedad de San Cristóbal, donde se produce la aparición de estos niños, no es una sociedad «maligna». No quiere destruir a los niños a la primera de cambio, quiere que las cosas salgan bien y estén ordenadas. El problema es que esos deseos genéricos muchas veces legitimos y positivos pueden llevar a las sociedades en conjunto a hacer auténticas aberraciones y a justificarlas.
El libro
La aparición de treinta y dos niños violentos de procedencia desconocida trastoca por completo la vida de San Cristóbal, una pequeña ciudad tropical encajonada entre la selva y el río. Veinte años después, uno de sus protagonistas redacta una crónica tejida de hechos, pruebas y rumores sobre cómo la ciudad se vio obligada a reformular no solo su idea del orden y la violencia sino hasta la misma civilización durante aquel año y medio en que, hasta su muerte, los niños tomaron la ciudad.
El autor
“De cuando en cuando aparece un escritor que no se limita a registrar las cosas sino que crea una nueva realidad capaz de arrojar luz sobre nuestros sentimientos más oscuros. Kafka lo hizo. Bruno Schultz lo hizo. Y ahora también Andrés Barba”, profetiza el escritor y crítico estadounidense Edmund White sobre la obra del español.
Antes de “República luminosa” Andrés Barba (1975), prolífico, ha desbordado los límites de los géneros (practica con igual soltura el ensayo, la poesía, literatura infantil o la novela) con sus obras: “La hermana de Katia”, “La ceremonia del porno”, “Las manos pequeñas”, “El libro de las caídas” (en colaboración con el pintor Pablo Angulo); entre más.
En 2020 publicó su nuevo libro "Vida de Guastavino y Guastavino"; una novela biográfica también de Anagrama.
Hurga además en las palabras de otros y de ahí que su labor como traductor es también importante: “Moby Dick” de Hermann Melville, “El coleccionista” de John Fowles, “Cartas de amor” de Dylan Thomas o “Flappers y filósofos” de Scott Fitzgerald -entre otros- han pasado por el tamiz de su traducción.
También es afecto a las fotografías y es por eso que incluso ha tenido acercamientos virtuosos con el cine: en 2008 la realizadora holandesa Mijke de Jong adaptó a fotogramas su novela “La hermana de Katia” y en 2011 él expuso una obra fotográfica en Nueva York que terminó en libro: “I remember”.