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Leonardo Favio: crónica de un niño que supo soñar

La última vez que lo vimos se nos apretó el corazón: flaquito, tembloroso, con su insustituible gorra de lana en la cabeza, un bastón y la silla de ruedas de la que poco podía salir. Así lo vimos cuando llegó a Mendoza, en 2009, para recibir su reconocimiento como “Ciudadano Ilustre”, y presentar su última película, “Aniceto”.


Pero él era Leonardo Favio: el hombre de las grandes gestas artísticas, el que nunca claudicó, el que burló a la adversidad casi desde que aprendió a andar, el que supo sacudirse el lodo de los pies para correr a trancos largos y sostenidos hacia la gloria.



Él era Leonardo Favio. Así es que, quienes lo vimos esa noche estragado por la enfermedad, creímos que también la muerte iba a ser para él un efímero fundido a negro, que sólo llegaría después de una franca eternidad. En aquel 2009 y luego en 2012 (el año de su muerte), él estaba más vivo que nunca: rodando su próxima película, “El mantel de hule”.


“Quiero recorrer todas las ciudades en persona, acompañando a la película cuando decida exhibirla. Quiero ir a dar charlas, presentarla, ver estudiantes de cine”, nos dijo cuando trajo a “Aniceto”: así de vital. Después viajó a Europa, fue premiado en múltiples ocasiones por su filme y, se encerró a disponer las imágenes que le darían carne, voz, luces y sombras al cuento de su hermano Zuhair Jury: “El mantel de hule”.


Sin embargo, y aunque el genio dio batalla -otra más, entre tantas-, la eternidad que imaginábamos terminó en diciembre de 2012: aquí, a sus 74 años, y con la faena a medio hacer. Murió rodeado por amigos y familia. El cuerpo lo traicionó a pesar de sus anhelos. Había nacido el 28 de mayo de 1938 en Las Catitas, Santa Rosa: el margen del margen argentino. Murió en el centro del centro del país que él amó.



De chiquilín te miraba de afuera


Para entender la obra de Favio (Fuad Jorge Jury): sus canciones, su pensamiento, su actuación y sus películas, es preciso conocer al niño que fue, a su historia de amores esquivos o desaforados y reformatorios inhóspitos que luego fueron cine, del máximo.


La pobreza y el hambre (nortes poéticos de su extraordinaria película “El dependiente”), los institutos de menores (cárceles crudas que citó sin ambages en “Crónica de un niño solo”) fueron las que delinearon la personalidad del Favio adulto.


Abandonado por su padre cuando apenas aprendía a hablar, criado a tientas por los mimos artísticos de Manuela Olivera -su madre, escritora y locutora que artísticamente se hizo llamar Laura Favio-, el cineasta comenzó a cranear imágenes desde adolescente.


Y lejos de entrar por ‘la puerta grande’ a las lides expresivas, el joven Leonardo se las ingenió para cambiar clases de guitarra por changas, para después intentar el sueño.



Se fue para Buenos Aires, donde se enroló como extra en una película: “El ángel de España” (en el ‘58). Allí se le abrió el alma y el corazón. Allí supo dónde y cómo derramar dolor, contar historias propias, compartir miradas.


Primero: actor, claro. En películas como “El Secuestrador” o “Fin de Fiesta”. Segundo: el ‘detrás’ del cine; la necesidad de escribir con imágenes: su primer cortometraje se llamó “El amigo” y lo rodó en 1960.


Y se devoró las tramas y personajes de François Truffaut, Robert Bresson, los neorrealistas italianos y, principalmente, de su maestro y mentor Leopoldo Torre Nilson, para convertirlas en obras de culto.


Porque sí: Leonardo Favio fue -es y será- uno de nuestros máximos compositores visuales y sonoros que logró aunar en sus películas lo popular y lo intelectual, uno de los realizadores más personales y trascendentes de los que puede dar cuenta la historia del cine nacional.



“Alguna vez una canción”


En el ‘69, con “El dependiente”, el mundo se enteró de su talento cinematográfico. Pero los inconvenientes económicos que le suponían cristalizar ideas fílmicas lo llevaron a volver a posar los dedos sobre su guitarra. Y se descubrió cantante y músico.


Su debut fue en la Botica del Ángel, de Eduardo Bergara Leumann. Ese mismo día en que Favio subió al escenario para cantar, un ejecutivo de la CBS le ofreció grabar un disco: “Quiero la libertad” (el primer single).


Llegaron los hitazos: “Fuiste mía un verano” (1968) o “Así es Carolita” (su esposa, luego del tórrido romance con María Vaner); entre más.


Después de su segundo disco, “Leonardo Favio” (1969), el cine regresó a seducirlo y se volcó a gestar “Juan Moreira”.



Las letras pegadizas, la voz inconfundible y los éxitos musicales son tan distintos a su cine que casi parecen obras de dos hombres distintos. Pero es que Favio es una de las figuras culturales más interesantes y complejas que la Argentina supo engendrar. Y esa mixtura de genio creador, corazón ingenuo y encendido, y autodidacta indómito le permitieron circular por aquellos ámbitos en los que siempre quiso abrevar: el de los pobres, el de los marginados, el de los excluidos. “Todo el que sienta el dolor frente a un niño desvalido, ése es mi compañero y no le pido un carnet de afiliación”, nos dijo en ese último encuentro que tuvimos con él en Mendoza.


Ahora, que no hemos de escuchar más su voz en vivo, tendremos que contentarnos con el lirismo extraordinario de sus filmes, con la sutileza de sus luces y sus sombras, y con la inteligencia de sus argumentos trazados en obras. Es mucho. Ojalá nosotros le hayamos sabido corresponder con otro tanto.

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