Sobre el nuevo disco de Nahuel Jofré: el paisaje, una verdad en carne viva
Fotos: María José Navarro Sardá | Texto: Patricia Slukich
¿Qué es la verdad? Esta sustancia que ha sido centro neurálgico de los interrogantes de filósofos y poetas es la que se planta decidida entre los pliegues armónicos, conceptuales y discursivos de “... del cristal con que se mira”. Y es que Nahuel Jofré es de esos músicos que trovan su puñado de versos entre las hierbas del paisaje -su paisaje- para compartirlo y ponerlo a discusión con quienes escuchan.
Otro indicio de que ese es el camino que tomará este disco es la frase de William Shakespeare que Jofré eligió para introducirnos en su universo: “En este mundo traidor nada es verdad ni es mentira, todo es según el color con que se mira” .
¿Qué es la verdad? Ya desde el título del álbum el artista nos anima a ensayar hipótesis. “... del cristal con que se mira”, primera huella a seguir en este tránsito musical; una traza sensible que se va desgajando amorosamente en cada una de las canciones que componen esta intención sincera hecha música.
Dicen los filósofos que la verdad no es una sino muchas, que es la correspondencia entre lo que decimos y lo que es; que la verdad es una función del lenguaje que pretende describir las cosas tal como son. Otros, como Nietzsche, afirman que la verdad es “la mentira más eficiente”, una cuestión retórica de aquello que nos convence y lo que no. “No hay hechos sino interpretaciones”. Desde aquí es desde donde Nahuel nos invita a escuchar. O, mejor aún, nos provoca a encontrar en su música la verdad; su verdad, la nuestra, la verdad de la belleza, de lo que es y lo que no.
Lo hace desde esa sabiduría popular con la que los bardos crean vínculos con su público. Es que en el título del disco, y entre los versos de sus canciones, late lo folclórico de los dichos: “... del cristal con que se mire” ; pero también en “Campanario” nos canta: “cuando ya no quede nada/ ni cielo ni agua ni tierra/ recuerda esa voz que dice/ no hay mal que por bien no venga”.
Los tracks que componen este álbum son nueve perlas engarzadas en el hilo discursivo que recupera a la verdad como categoría relevante para la poesía (aquí la hay, y mucha).
Así las cosas, Nahuel Jofré hace bastante más que un disco. Esta obra artística (grabada de un tirón y no en tramos y particiones) es un grito revolucionario que pide la totalidad para encontrar su sentido único. En la época de los lanzamientos de temas sueltos, desmembrados y subidos al ciberespacio para acumular nubes de información, el músico desoye las tendencias del mercado y se sumerge en las necesidades de la obra tal y como él la concibe: completa, como concepto. Allí tiembla la verdad como una luz que alumbra cada una de sus canciones.
Como artista que entiende de qué materiales está hecha la belleza poética, “... del cristal con que se mira” no concibe a la percepción escindida de la verdad. Es por eso que los sentidos son vitales para la escucha del disco.
Esta idea parece casi un oxímoron pero, una vez más nos encontramos con la minuciosa claridad conceptual con que está hecho este álbum. Pues en oposición a la compresión sonora que achata las dinámicas del sonido, a los tracks que pasan desapercibidos en las playlists de los usuarios, Nahuel contrapone el pedido de la atención intacta y presente para disfrutar plenamente de su obra. No es que las canciones no se abran paso autónomas, unas de otras, sino que las sutilezas están agazapadas en ellas para asaltarnos cuando la escucha sea atenta y exclusiva.
Volvemos a los filósofos para comprender la profundidad de este vínculo entre verdad y percepción en “...del cristal con que se mira”.
La verdad alivia, tranquiliza. Uno necesita creer en la verdad porque si no es más laboriosa la existencia. Y la verdad que Nahuel alza en su mano como un puñado de canciones requiere del cuerpo para sentirla.
“Yo solo creería en un Dios que supiera bailar”, supo escribir Friedrich Nietzsche. Porque: cómo creer en aquello que no nos impacta en los ojos, en la piel, en el regusto o el olor que traen recuerdos, porciones de mundos vividos, imaginerías de otros que deseamos posibles.
Otro filósofo contemporáneo, Jacques Derrida, nos advierte que siempre creímos que la función primordial del ojo era la vista, pero no nos detuvimos a pensar en la importancia del llanto. “Tengo ojos para ver, pero lloro con todo el cuerpo”.
El cuerpo es ese límite entre el adentro y el afuera. Es la barrera que nos habilita el mundo a través de los sentidos, y nos contiene y protege para no desmadejarnos entre los ríos de nociones colectivas. ¿Hay algo en nosotros que no sea cuerpo?, se preguntan los filósofos. Y si solo nos queda el cuerpo, ¿cuál cuerpo?
Nahuel Jofré nos propone que pongamos a disposición de la escucha de su disco ese cuerpo que tenemos en potencia infinita, el que puede atrapar milagros e iluminaciones en las huellas que son sus versos y sus melodías.
Nahuel nos propone encontrarnos en ese cuerpo que no está escindido del alma, partido en dos, dócil, utilitario, rentable, disciplinado por las playlists del mercado, normalizado para crear una memoria de dolor o placer que pueda ser intervenida y manipulada.
Nahuel nos propone que seamos otro cuerpo. Ese que es carne: indómita, incontrolable, anárquica, efímera, múltiple. Un cuerpo carnal que exceda todo orden y nos conecte a la materia de las sensaciones primarias, la que sobrepasa lo humano. Allí, en ese punto en que la carne se vuelve viva, nos espera la música de Nahuel. Pues solo así cada nota, cada armonía, cada verso de este disco se expandirá con fuerza de verdad para hacernos llorar, doler, gozar con todo el cuerpo. ¿Acaso no es en carne viva cuando la verdad se vuelve una posibilidad provisoria?
Cuerpo y verdad son los asuntos que revolotean por esta obra artística con la levedad de una pluma lanzada al viento. Porque no se requiere de erudiciones para disfrutar de las tonadas o las coplas que forman parte de este álbum; solo de desnudarnos ante su escucha para dejar que las canciones (que son pura poesía) rocen nuestra carne con sus melodías sensibles. Todo el disco funciona así: la simpleza con que el arte puede dar cuenta de los asuntos más complejos.
El vehículo con el que “... del cristal con que se mira” nos impregna de música es el paisaje. Un paisaje construido con los elementos con los que el autor arma su universo folclórico-sensorial. Es un paisaje vegetal, acuático, de brisas leves, de dulzura justa.
Sí: menos es más en este disco. Lo popular no se confunde con lo ramplón sino que vibra con la fuerza de lo que es genuino. Y hay un esmerado cuidado del autor para entregarnos versos simples, pero construidos con cuidadosas figuras retóricas, que se amplifiquen hondo al atravesar la piel; si nos dejamos. Canta Nahuel en “A imagen y semejanza”: “allá donde cruzan el mar las aves te llegará mi azul mensaje/ azul como la noche que apagó de estrellas”. O recita el cantor en “El pan de ayer”: “y pondrás la levadura a revivir,/ a juntar todo el azúcar del aire,/ la vida suelta que anda invisible por la tarde”.
Menos es más. Por eso los músicos de la “bandada” de Jofré construyen los climas, texturas y sutilezas de las armonías y melodías en las dosis justas para que la sensibilidad sea máxima, para que el pulso melancólico de la tonada se vuelva nostalgia de la más pura, mantra para tararear a ojos cerrados, atmósferas expansivas que crean la percusión y que se cortan con los punteos de las guitarras.
Esta es una música hecha paisaje real o imaginario que nos abraza y nos mece en la agitación o el suspiro de cada nota. Un paisaje que, porque somos carne viva, se vuelve verdad apenas roza el aire.